lunes, 24 de septiembre de 2012

De la ignorancia y la evaluación de proyectos.



Es frecuente escuchar, incluso de parte “connotados personajes”, fuertes cuestionamientos al Sistema Nacional de Inversiones y a sus correspondientes metodologías de evaluación de proyectos. 

Entre las críticas más frecuentes se enumeran “la falta de visión social”, “la estrechez de mirada por el desarrollo regional” y la “falta de instrumentos para medir todos los beneficios sociales”. No obstante y aún cuando estas críticas puedan ser bienintencionadas y hechas desde la sana convicción que el sistema no contribuye a mejorar en definitiva la calidad de vida de las personas, denota ciertos desconocimientos conceptuales que esperamos desentrañar en esta breve columna.

En primer lugar, la evaluación de proyectos, independientemente que adoptemos un enfoque de eficiencia o distributivo, es un elemento más en el proceso de decisión y no la decisión en si misma… de esta forma, entrega al policy maker un elemento adicional a considerar; el que sin dudas, tiene valor en la medida en que sea realizado en forma rigurosa, técnica y con honestidad intelectual. En cualquier otro caso, “flaco favor” le hace al tomador de decisiones, privándolo de un sano juicio técnico.

En segundo término, debemos saber – siempre hablando en términos estrictamente técnicos – que
existirán beneficios sociales sólo en la medida en que los impactos del proyecto, programa o política afecten la utilidad de los individuos; es decir, los impactos que no afectan la utilidad de los individuos o que no alteran o afectan el bienestar social, no deben ser considerados, ya que no tienen valor de por sí para la sociedad…

En tercer lugar, los impactos deben estar fundamentados en rigurosas relaciones de causa – efecto entre la producción física (de bienes y servicios) y el bienestar de las personas. Claro está, el establecimiento de las relaciones causa – efecto depende del desarrollo científico y la información disponible; en caso contrario, incluso con la mejor de las intenciones, sólo podremos – como evaluadores – dejar indicados o identificados, según la nomenclatura técnica, los correspondientes impactos...

Finalmente, para cuantificar y valorar los impactos, el formulador debe establecer los correspondientes indicadores de medición y justificar con juicio crítico, rigurosidad y criterio, las fuentes de información para establecer los impactos en términos monetarios. En cualquier otro caso, sólo serán meras contribuciones nulas o en el peor de los casos, aportes de puro costo: para el formulador en términos de los recursos invertidos en obtener “mala” información y para el evaluador, por los costos de perder el tiempo en revisar antecedentes no válidos.
Así, aún cuando a veces la ignorancia puede ser una bendición, no es éste precisamente el caso. Por ello, me quiero despedir con un refrán que resume, en mi opinión, un buen análisis de costo – beneficio que no siempre es realizado con éxito: “mejor quedarse callado y que piensen que eres idiota (un potencial costo), que abrir la boca (para obtener un potencial beneficio) y dejar que lo confirmen… (un costo sin dudas mayor!).

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